El gran escritor estadounidense construyó un estereotipo de virilidad que aún sigue vigente. Sin embargo, una serie de biografías construyen una imagen alejada de este ideal y lo señalan como el “creador de su propia mitología”
Fue un tipo duro, irascible, valiente. Un hombre que no dudaba en dar puñetazos si era molestado, en disparar un arma -así su final- y que, cuando el peligro acuciaba, era el primero en dar un paso al frente. Pero no todo esto es verdad. O, por lo menos, no tanto.
Participó de tres guerras -una como soldado, dos como periodista-, fue espía y, alrededor de estas experiencias, edificó personajes fuertes que, si bien revelan sus libros una sensibilidad por el amor romántico, nunca renuncian a su rol de seductor serial, de conquistador, del macho que todo lo puede. Además, su aficiones también solventaron esta idea, a partir de actividades que fueron, por mucho tiempo, asociadas exclusivamente a lo viril, como el boxeo, la caza, la pesca y hasta su pasión por las corridas de toros.
El Premio Pulitzer (1953) y el Nobel (1954) son la Caverna. Un hombre que detestaba socializar en sus momentos creativos, pero que no dudaba en sentarse por horas -vaso de alcohol en mano- a relatar historias, sus historias, donde fortificaba aún más los cimientos de aquello que luego podía corresponderse en letras de molde. Hemingway construyó como nadie toda una mitología sobre sí mismo. Fue un gran fabulador y quizá, por esa gimnasia constante, uno de los grandes escritores de la historia.
Ernest kuiyibo

Su muerte

La escena se ha narrado muchas veces: poco antes de las siete de la mañana del domingo 2 de julio de 1961, Ernest Hemingway despierta en su casa de campo en Ketchum, Idaho, y se levanta. Se pone una bata que le gusta particularmente (la llama “la túnica del emperador”), sale de la habitación cuidando de no hacer ruido para no despertar a su esposa, Mary Welsh Hemingway, y va al cuarto donde guarda sus armas –había aprendido a disparar armas de fuego desde que era niño–. A los 62 años posee más de veinte, entre rifles, pistolas y escopetas. 

Elige una de éstas y baja al recibidor. Toma asiento y apoya la frente contra los cañones.
No quisiera uno saber lo que sigue, sino dejarlo allí, suspendido en esos segundos antes de que jale el gatillo. Cuando, con los ojos cerrados, como lo imagina Francisco Hernández en uno de sus estupendos poemas, mira que se acerca un león.

Al difundirse la noticia (que ocupó las primeras planas de casi todos los diarios de Estados Unidos y de muchos periódicos en el resto del mundo), la versión prevaleciente era que la muerte de Hemingway había sido accidental. El arma se había disparado mientras el escritor la limpiaba. Eso fue lo que Mary Welsh declaró a Frank Hewitt, jefe de la policía local, quien fue el primero en acudir a la casa de la distinguida pareja. Por respeto y compasión otras autoridades también lo aceptaron. 

El resto de la familia acordó que así se manejara la tragedia.
Durante casi un año, Mary Welsh se negó a sí misma que su esposo se había dado muerte. Sólo pudo lograrlo a fuerza de terapia. Por esa negación, que impedía comprender los motivos de Hemingway (nunca se encontró una nota aclaratoria), su muerte parecía un jeroglífico. Sin embargo, algunos asumieron, desde el principio, que se trataba de un suicidio.
Gabriel García Márquez lo dijo en una nota escrita el mismo domingo 2, recién llegado a México, pero publicada el 9 de julio:
“…Hemingway no parecía pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan. En sus cuentos y novelas, el suicidio era una cobardía, y sus personajes eran heroicos solamente en función de su temeridad y su valor físico.
“De todos modos, el enigma de su muerte es puramente circunstancial, porque esta vez las cosas ocurrieron al derecho: el escritor murió como el más corriente de sus personajes, y principalmente para su propios personajes…”
La información que poco a poco salió a la luz a través de la prensa acabó por despejar cualquier duda respecto de la naturaleza de la muerte del gran escritor. En 1964 familiares y editores reconocieron abiertamente lo que ya no se podía ocultar.
Se supo entonces que su salud se encontraba ya muy mermada; que sufría una depresión profunda y se había sometido a una terapia de electrochoques; que había tratado de suicidarse por lo menos dos veces antes.
Sus admiradores –entre los cuales sus lectores eran apenas una fracción, pues Hemingway no sólo era un escritor, sino también un deportista, un combatiente, bebedor y seductor empedernido, prototipo del macho triunfante, ícono de la cultura popular– se preguntaban, asombrados, porqué sufría tanto un hombre que había recibido todos los premios que podía cosechar en su oficio (incluido, por supuesto, el Nobel) y que gozaba de una inmensa admiración internacional.
Eso fue lo que John F. Kennedy subrayó al enterarse de que Hemingway había muerto: “Era uno de los grandes ciudadanos del mundo.”

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Hemingway vivió siempre bajo la mirada pública. Ni siquiera muerto ha podido sustraerse de ella (lo prueban estas líneas). Pero era inevitable que tras su sorpresivo suicidio –y por la terrible forma en que escogió morir– su vida se viera abierta al escrutinio para responder las muchas dudas y preguntas que dejó planteadas. Uno de los indeseables costos de la fama. De allí la abrumadora cantidad de biografías y estudios biográficos hechos desde los más diversos ángulos que, como señaló José Emilio Pacheco en “Hemingway vivo o muerto” (Proceso 1186) – en el memorable “Inventario” escrito a raíz del centenario natal de dicho escritor– no parecen dejar un “espacio de silencio para leer en calma y como se debe los libros de Hemingway.” Entre esos estudios hay uno que resulta especialmente interesante: “Ernest Hemingway: A Psychological Autopsy of a Suicide”, publicado en el número 4 de la revista Psychiatry (correspondiente al invierno del 2006), por el doctor Christopher D. Martin, miembro del Departamento de Psiquiatría de la escuela de medicina de Baylor College en Houston, Texas. Es un ensayo de 10 páginas que puede adquirirse a través de la red en PubMed.gov, sitio virtual de la Biblioteca Nacional de Medicina de los Estados Unidos. Pero también existe un comentario reciente a ese ensayo, igualmente asequible en línea, y gratuito, hecho por John Walsh, un periodista del diario inglés The Independent, que glosa la sustancia del estudio del doctor Martin. La conclusión a la que llegó Martin, tras años de leer y analizar todas las biografías, libros de memorias y testimonios que existen acerca de Hemingway, no parece muy novedosa –que padecía trastorno bipolar– pero lo es, porque su raíz, según expone en el ensayo, se ubica en un trauma que Hemingway sufrió en la infancia. Su madre lo vestía como niña y a veces lo llamaba con un apelativo femenino: Dutch Dolly. El padre, por su parte, elogiaba la conducta agresiva –fue él quien empezó a enseñarle a manejar armas de fuego desde los cuatro años– y se comportaba de manera violenta con sus hijos, algo muy confuso para un niño sensible, explica el doctor Martin. Hemingway detestó siempre a su madre, y cuando su padre se suicidó de un tiro en la cabeza, en 1928, no dudó en señalarla como culpable. Solía referirse a ella como una “perra”. La pérdida fue devastadora para Ernest, que desde joven había exhibido una conducta temeraria que, tras la muerte del padre, cobraría tintes de autoinmolación, lo mismo a través del alcoholismo que mediante la exposición a diversos peligros. Y sin embargo, hoy se sabe que muchos de los actos de valor que Hemingway presumía, no eran reales, o eran distorsiones de la realidad creadas por su fantasía. Grosso modo, el estudio del Dr. Martin indica que Hemingway se halló enfrascado en una lucha consigo mismo a lo largo de su vida, cargado de temores y sentimientos de culpa que lo convirtieron en una persona profudamente insegura y autodestructiva. (“He pasado mucho tiempo matando animales y peces –le dijo a la actriz Ava Gardner– para no matarme a mí mismo.”) De manera que, mientras se esforzaba por crear a los personajes que pueblan sus cuentos y novelas, todos de carácter heroico, aun en la derrota, hacía un esfuerzo todavía mayor, inmenso, para convertirse en el personaje que anhelaba. Esfuerzo que lo condujo a la depresión crónica y, al final de su vida, a una psicosis incipiente, según el doctor Martin. A la luz de todo lo que se sabe hoy, los últimos años de la vida de Hemingway son desconsoladores. Había perdido la capacidad de escribir y padecía arrebatos de paranoia cada vez más frecuentes.
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Si nuestros padres son la vara con la que nos medimos, vivir a la sombra de un padre suicida equivale a viajar por una carretera llena de baches en un camión cargado de nitroglicerina.


Como se sabe, Ernest no fue el único que se quitó la vida en su familia. También su hermano Leicester, 17 años menor, y escritor al igual que él, se dio un tiro en la cabeza, en septiembre de 1982. Y su nieta, la actriz Margaux Hemingway, se suicidó en la víspera del aniversario luctuoso de Ernest, el 1 de julio de 1996.
“Todo hombre anhela morir en su cama, reconciliado”, escribe William Carlos Williams al final de uno de sus más hermosos poemas: “Asfódelo”. Es evidente que no todo mundo puede lograrlo.